Rolando Pérez, Estados Unidos, Setiembre 28, 2007
(Tomado de la Agencia de Noticias ALC)
A propósito de la extradición de Fujimori al Perú
La extradición del ex presidente peruano Alberto Fujimori es una buena noticia para quienes creemos en el estado de derecho, en la democracia y en una sociedad sin violación de los derechos humanos; sin exclusiones y con absoluto respeto a la dignidad humana. Este es, sin duda, un hecho sin precedentes no solo para historia política peruana, sino también para la democracia latinoamericana.
El retorno de Fujimori al Perú, como un extraditado y camino al lugar que les corresponde a los violadores de los derechos humanos, es un hecho que nos invita nuevamente a refrescar nuestra memoria sobre lo que aquel decenio implicó, constituyéndose en una página dura y aún difícil de procesar para la sociedad peruana. Es bueno recordar que lo que los peruanos experimentamos en aquel tiempo fue la afirmación de dos mentalidades políticas y culturales (el autoritarismo político fujimorista y el fundamentalismo ideológico senderista) que intentaron construir un poder que intentaba anular todo tipo de comportamiento civilizado, democrático y humano. Ambos intentaron anular nuestro derecho a disfrutar del respeto a nuestra dignidad humana. En el fondo enfrentamos a dos expresiones del fundamentalismo a nivel político, ideológico y cultural. Este caso, tiene muchas aristas y no invita a sacar lecciones de todo tipo. A mi me gustaría reflexionar sobre lo que correspondió a la actuación de las iglesias en este proceso.
El sistema de corrupción y de violación de los derechos humanos que Fujimori y Montesinos construyeron en el Perú tuvo no solo operadores y soportes políticos, sociales y militares, sino que además contó con un andamiaje religioso sumamente importante. Quizás el más emblemático legitimador “espiritual” que la dictadura tuvo en los momentos mas críticos de la violencia política fue el hoy influyente cardenal Juan Luís Cipriani, quien no dudó en convertir la homilía católica en espacio de propaganda a favor del régimen, cada vez que se trataba de justificar la violación de los derechos humanos. El mesianismo político y religioso había encontrado el mejor momento para abrazarse y construir una singular manera de entender y predicar la democracia, la paz y los derechos humanos.
Pero los consejeros, operadores y legitimadores religiosos de la dictadura no solo estaban en el frente católico. Fujimori tuvo a su lado a un grupo de connotados líderes evangélicos - incluyendo un pastor-consejero - que accedieron al parlamento y a otras instancias del poder no sólo para orar con él y por él, sino también para respaldar con firmas y votos aquellas medidas políticas que justificaban el atropello a las instituciones democráticas, el asesinato, el encarcelamiento injusto y la impunidad a todo nivel. Este sector de evangélicos asumió que estaban cumpliendo una suerte de llamamiento especial para “construir un país diferente”, basado en el evangelio fujimorista, cuyo fundamente ético se basaba en aquello de que el fin justifica los medios. Es lamentable recordar que muchas iglesias respaldaban el “trabajo pastoral” de este grupo de militantes y defensores del fujimorismo.
Pero, en la otra orilla, en la del siempre histórico remanente profético estaban aquellos que fueron y siempre serán la voz evangélica incomoda de los dictadores, violadores y corruptos. Un importante sector de los obispos y laicos católicos, entre ellos muchas valientes religiosas, se convirtieron en defensores de las victimas de la violación de los derechos humanos en aquella época. Por supuesto, muchos sectores de la oficialidad católica los calificaron de alentadores del terrorismo y destructores del sistema. El trabajo de obispos como Monseñor Luis Bambarén e instituciones con la Comisión Episcopal de Acción Social (CEAS) jugaron un rol profético importantísimo cuyos frutos se pueden percibir ahora.
Desde el sector evangélico no todos se abrazaron con el poder de aquel entonces. En aquel tiempo - cuando tener una voz evangélica contestataria frente a los abusos del poder o condenar la violación de los derechos humanos era estigmatizado por un vasto sector de las iglesias evangélicas - memorables organizaciones e iglesias históricas decidieron no callarse ni convertirse en cómplices del poder inmundo. En el archivo del Concilio Nacional Evangélico del Perú (CONEP) es posible encontrar los históricos pronunciamientos de respaldo a aquella sociedad civil que caminaba por las ensangrentadas calles peruanas de la época gritando por justicia y respeto a la dignidad humana.
Junto al CEAS, es bueno recordar la defensa legal de las víctimas que sumieron los abogados, la Asociación Paz y Esperanza, los esfuerzos de sensibilización de organizaciones ecuménicas alrededor de una amplia red evangélicas construida en aquel tiempo. La lista puede continuar, solo menciono algunos como ejemplo, de aquellos hermanos y hermanas que estuvieron allí donde cualquier genuino cristiano debería estar, para testimoniar el carácter y el rol de una iglesia, de una comunidad cristiana, que nunca debió renunciar a su misión profética.
Pero, por qué es importante hacer memoria hoy lo que en ese momento implicó el papel de aquellos sectores vinculados a las iglesias en el proceso que vivió la sociedad peruana durante el decenio fuji-montesinista.
En primer lugar, porque hoy en día las iglesias y movimientos religiosos se han convertido en actores importantes de la vida pública de nuestros países. Muchos sectores eclesiásticos que antes se resistían a involucrarse en los asuntos públicos so pretexto de mancillar la vida espiritual o pervertir el rol pastoral de la iglesia, hoy en día están presentes no sólo para legitimar a los gobernantes con actos religiosos públicos, sino también para participar activamente en acciones y procesos políticos. La pregunta hoy ya no es si la iglesia debería o no participar en la vida pública, en la arena política. Al parecer sobre este punto en donde ya no hay mucha discusión como antes.
La pregunta que necesitamos hacernos es ¿Desde que enfoque o concepción de nos acercamos al poder?, ¿Desde que presupuestos ideológicos y teológicos construimos el empoderamiento de la iglesia en la esfera pública?, ¿Qué implicancias tienen hoy, especialmente para aquel sector que rechazaba su participación ciudadana, jugar un rol público y asumir responsabilidades en la esfera política en este tiempo?. Me temo que muchos sectores de las iglesias que entusiastamente están presentes hoy en instancias y espacios de la vida pública, no han procesado lo suficiente como para asumir que la iglesia a ese nivel no puede sino seguir siendo la voz profética que nos ayude a mantener viva la memoria en una sociedad sufriente aún por las “dicta-blandas y democra-duras”, atropellada por las políticas que no cesan de extender la brecha entre los privilegiados y los excluidos.
Me temo que los “cultos de acción de gracias” organizados bajo el pretexto de la lucha por la igualdad religiosa no son sino actos que legitiman una visión distorsionada de lo que muchos creyentes, especialmente evangélicos, tienen respecto a la presencia pública de la iglesia. Si la iglesia no llega a ser conciente de su rol ciudadano y su papel vigilante frente a todos los atropellos (no sólo a aquellos que afectan los intereses de la institucionalidad eclesiástica) y a favor de todos los atropellados y atropelladas, corre el riesgo de verse envuelta en procesos que atentan la ética cristiana y utilizada para intereses políticos anti-evangélicos como lo hizo Fujimori en el caso peruano.
En segundo lugar, recordar el papel de las iglesias en el proceso fujimorista peruano nos permite reabrir el debate sobre la opción de la iglesia a favor de los excluidos y excluidas. Las víctimas de la violencia, según el informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, fueron los más pobres del país. En aquella época, era interesante observar como aquellas iglesias entusiasmadas con la doctrina fujimorista de la pacificación tenían dificultades para encontrar un sustento bíblico para asumir su opción por los derechos humanos y caminar al lado de los injustamente encarcelados, huérfanos y huérfanas producto de la estrategia antisubversiva. Que fácil era condenar el terrorismo de lo grupos alzados en armas, pero que difícil era hacer lo mismo contra aquellos que desde el Estado hacían exactamente igual.
Muchas iglesias en el campo, allí donde se libraba la dura batalla entre los dos fuegos fueron abandonadas por sus propias denominaciones y órdenes religiosas. El soporte pastoral que recibieron aquellos hermanos y hermanas atropelladas por la violencia terrorista y la del propio sistema les vino de aquellos y aquellas laicos que no dudaron en socorrerlos y defenderlos, a pesar de que el juicio religioso que venía desde sus propias congregaciones los colocaba en el plano de lo “no pastoralmente o cristianamente correcto”. Aquellos tiempos, esa voz censuradora era la única voz incesante de un vasto sector de la iglesia que se refugió en aquel lugar desde donde es más fácil esperar que la tormenta pase para justificar después las desmemorias, las complicidades y las ausencias. Es importante recordar este episodio en una época en la cual muchas iglesias, gracias a Dios, están repensando sus lecturas evangélicas sobre los derechos humanos y su responsabilidad frente a los excluidos de la sociedad. No se trata ahora de levantar juicios condenatorios contra aquellas iglesias que se callaron o se escondieron en aquella época.
De lo que se trata más bien es de sacar las lecciones necesarias para no repetir este nefasto pasaje de nuestra historia reciente. Una de estas lecciones es que los cristianos debemos asumir con mayor conciencia que la construcción de una iglesia que está dispuesta a caminar a lado de los excluidos y excluidas, de los más débiles de la sociedad supone hacerlo aún en tiempos cuando corra el riesgo de ser estigmatizada y atacada por aquellos que siempre sueñan con una iglesia sin memoria, adormecida, legitimadora y condescendiente con el poder corrupto y violador.
Probablemente, nuestra historia tendría pasajes menos inhumanos e indignos, si muchos sectores de la clase política y la sociedad civil, incluyendo las iglesias, no hubiesen renunciado a la tarea ciudadana de levantar la voz cada vez que los que detentaron el poder decidieron atropellar nuestra dignidad personal y colectiva. Este poder inmundo avanzó hasta corromper incluso aquellas esferas y liderazgos que suponíamos imposibles de ser contaminados. Ahora, mirando adelante, nuestra sociedad reclama una iglesia cada vez más vigilante, menos desmemoriada, más profética, más ciudadana, menos desesperada por abrazarse con el poder a cualquier costo, mas sensible al dolor de los excluidos y excluidas. Esa iglesia que la sociedad espera no debe cesar de orar, pero tampoco debe renunciar a su misión de anunciar siempre la verdad a tiempo y fuera de tiempo, lo cual implica también la siempre difícil pero ineludible denuncia del pecado en todas sus formas.
La sociedad tiene por delante aún una tarea pendiente respecto al proceso de reconciliación tan necesario, en el que es importante contribuir con un lugar de memoria y dignidad, establecido para transmitir un mensaje de paz y de rechazo a la violencia y el autoritarismo a las futuras generaciones. Las iglesias no pueden estar ausentes en este proceso. Dar testimonio de la fe evangélica implica aquí y ahora una contribución activa para mantener viva la memoria entre los ciudadanos y ciudadanas que anhelan y sueñan por una sociedad sin exclusiones, en donde el shalom biblico sea una verdadera realidad.
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